Una mujer en llamas
Una enfermedad autoinmune, una sudadera y un frasco de crema: lo que cargo para sobrevivir.
—¿Tú crees que sobrevivirías si llegara el apocalipsis?
—Ni de chiste —pensé, mientras sonreía educadamente y escuchaba a mis amigas enumerar las razones por las que ellas sí lo lograrían. Yo sabía la verdad: si algún día dejaban de fabricar ciertas cremas especiales para el cuerpo, probablemente no la contaría.
Hace unos días, desperté sintiendo algo que no había sentido en años. Empezó como una sensación levemente familiar en la parte trasera de la cabeza. Antes, solo lo había sentido en lugares como detrás de la rodilla, dentro del codo o en el pie—nunca en la cabeza.
—Qué raro —pensé, acostada en la oscuridad de mi cuarto. Mis manos se movieron hacia la nuca—y ahí estaba. Líquido. Una humedad que no sentía desde que tenía diez o doce años.
Tal vez no era nada. Tal vez lo estaba imaginando. Pero entonces encendí la luz.
Sangre.
Mucha sangre.
En la almohada, en las sábanas, en mi mano. Una mancha rojiza oscura—como una escena de película de terror.
—Chin…
Había vuelto a pasar. El efecto Cenicienta se había desvanecido. Ya casi era medianoche, y esta vez, se me había olvidado cómo detenerlo.
Nada es lo que parece
Nunca he tenido el valor de hablar o escribir sobre esto. Me da un miedo profundo pensar en cómo podrían reaccionar las personas a mi alrededor. He escuchado historias de gente que pierde su trabajo, amistades, incluso relaciones amorosas. Me asusta pensar a cuántos podría alejar… o cuántos podrían alejarse de mí.
Porque la verdad es que no soy quien parezco ser.
Soy una especie de Cenicienta disfrazada—pero no la que consigue un vestido y un príncipe—sino la que vive escondida entre las sombras. O quizá soy la bestia. Así me han hecho sentir.
Sufro de dermatitis atópica severa. Desde el día en que nací.
Déjame hacer una pausa aquí.
“¿Qué es la dermatitis atópica?” — Tal vez te estés haciendo esa pregunta, así que intentaré explicarlo lo mejor posible.
“La dermatitis atópica es una enfermedad autoinmune y crónica caracterizada por inflamación de la piel, enrojecimiento, comezón y agrietamiento.”
Básicamente, para quienes no somos médicos, significa que mi cuerpo es alérgico a su propia piel—o algo así—lo cual representa el 100% de mi cuerpo.
Y tristemente, para mí y para muchas personas que también la padecen, no existe una cura.
Me cuesta escribir esto porque nadie puede entender del todo el dolor y el sufrimiento extremo que vienen con esta condición. Es como sentir que tu cuerpo está en llamas, todo el tiempo. La comezón no se detiene—ni un solo día, ni un solo minuto. Imagina tener varicela, pero multiplicada por cien.
No se va. Y la única forma de aliviarla es rascándote. Entre más te rascas, más placer sientes—pero también más se rompe tu piel, más sangra. Es un alivio momentáneo a cambio de meses de dolor.
Es una espada de doble filo.
Lo odio. Y la verdad… daría lo que fuera por ser una persona normal.
La niña enferma
Esto ha estado conmigo desde el día en que nací. Mis papás—que Dios los bendiga—en realidad no sabían bien qué era. Les dijeron que quizá desaparecería con el tiempo, pero pasó lo contrario: mientras más crecía, peor se ponía.
Claro, mi familia nunca entendió del todo las razones detrás de mi condición. A veces hasta siento que se les olvida que sigo luchando contra esto—todos los días. De niña, a veces dormía con mi hermana, con mi hermano o incluso con mis papás. Me despertaban a mitad de la noche solo para decirme que dejara de rascarme.
“¡Ya deja de rascarte!”, me decía mi hermano, dándome una palmada en el brazo o abrazándome las manos para que no se movieran.
“No puedo evitarlo,” respondía yo—una niña chiquita que no entendía por qué tenía que rascarse hasta hacerse heridas para encontrar un poco de alivio. Pero entonces… llegaba la mañana siguiente.
“No me quiero bañar,” le decía a mi mamá, sabiendo que el agua, al tocar las grietas de mi piel, me iba a doler muchísimo. Aun así, curiosamente, el agua también calmaba un poco mi picazón—era como terapia, hasta que…
“No te puedes bañar por mucho tiempo. No puedes tallarte. No puedes usar shampoos con olor. No puedes usar jabones con fragancia. Nada con químicos. No agua caliente. Nada con cloro. No mucho sol. Trata de no sudar. Solo báñate una vez.”
Tenía como siete años cuando el primer dermatólogo que recuerdo me dio esta lista para seguir. Recuerdo estar rascándome el brazo por dentro, donde mi piel roja, horrible, estaba inflamada y sangrando. No entendía qué significaba todo eso—yo solo quería ser una niña normal, jugar con agua, nadar, tomar el sol. Tener una vida normal. Pero, al parecer, eso era lo más imposible que podía pedir.
Me recetó la crema más cara que se le ocurrió. Mis papás no tenían mucho dinero para tratamientos, pero lo intentaron. Sin embargo, en cuanto la crema tocó mi piel, sentí que me estaba quemando viva. Me solté a llorar, intentando quitármela como fuera. La dermatóloga solo sonrió amablemente a mi mamá, que estaba horrorizada viendo cómo su hija gritaba del dolor.
“Esta condición es mucho de prueba y error.”
Nunca volvimos.
Pero tenía razón. Fue prueba y error—tanto que probablemente visité al menos a 30 dermatólogos en nueve años.
Todo ardía. Algunas recetas más que otras. Los dermatólogos siempre le decían a mi mamá que tenía un caso tan severo de dermatitis atópica que ya no sabían qué más recetar.
En resumen: estaba jodida.
Y luego llegó un tubito que, sin saberlo, arruinaría mi cuerpo de formas que pagaría más adelante. Ese tubito se llamaba corticosteroides. Para quienes estén leyendo esto y se pregunten—¿qué carajos es eso? Déjenme explicar.
Suena tan feo como es. Básicamente, los corticosteroides son, según internet:
“una clase de esteroides hormonales que reducen la inflamación y suprimen el sistema inmunológico.”
¿Ves la palabra esteroides hormonales? Para mujeres como yo, que usamos estas cremas sin saber las consecuencias, hay miles de efectos secundarios—el más común: problemas en el ciclo menstrual, que pueden llevar a problemas de fertilidad a largo plazo. Y hay más: los corticosteroides también dañan la capacidad natural del cuerpo para producir colágeno—una proteína clave que le da estructura, fuerza y elasticidad a la piel—lo que puede causar moretones con facilidad (check), vasos rotos (check), y estrías (check).
También: aumento de peso, riesgo de diabetes, riesgo de cáncer, infertilidad, entre otras cosas.
“Algunos de estos síntomas no son reversibles.”
Otra vez, en resumen: estaba jodidísima.
Y adivina qué. A los dermatólogos les encanta recetar corticosteroides a quienes sufrimos dermatitis atópica severa—pero casi nunca explican los efectos secundarios, que son lo peor.
Nunca te explican los riesgos. Ni a los niños. Ni a los papás.
Nadie me dijo lo que estas cremas le harían a mi cuerpo con el paso del tiempo. Solo necesitaba alivio. Solo quería dormir en paz.
Así que sí, me rendí.
A eso de los quince años, acepté que mi vida iba a ser una sensación constante de ardor, sangre y miradas.
Nada más. Nada menos.
Las miradas
Cuando tenía cinco años, un niño de mi clase solía quedarse viendo mis brazos irritados y les decía a todos que yo era radiactiva. No lo decía con mala intención—en realidad no entendía lo que estaba viendo—pero también decía que era contagioso. Algunos niños dudaban antes de querer jugar conmigo.
Ahora entiendo que quizá una mamá pudo haber pensado que tenía varicela y que podía contagiar a su hijo. Pero para una niña que solo quería ser feliz, fue devastador.
No entendía por qué los otros niños no se rascaban hasta dejarse la piel en carne viva.
Por qué no sangraban como yo.
Y por qué se me quedaban viendo cada vez que me subía la manga.
“Se ve horrible,” me dijo una vez una amigo del kínder. Recuerdo cuánto me afectó ese comentario siendo tan chiquita—y la verdad, todavía me duele ahora de adulta. Por eso aprendí a esconderlo.
Desde muy chiquita, aprendí a explicar mi condición de la manera más torpe e infantil posible. Tenía cinco años—denme chance.
“Tengo una condición en la piel.”
“¿Y eso qué es?”
Me encogía los hombros. “No sé bien.”
Pero entre más tenía que explicar que no era contagiosa, más cansada me sentía. Mis compañeros aprendieron a ignorarlo un poco, pero yo sentía que los maestros, los papás y hasta mis amigos no estaban convencidos.
“¿Y por qué no dejas de rascarte?”
“¡Uy, no sé! ¿Tú por qué no dejas de ser tan idiota?”, pensaba yo, rodando los ojos ante “el mejor consejo” que podía recibir alguien a quien le han dicho “no te rasques” desde que nació. Es como decirle a alguien con depresión: “¿Y si dejas de estar triste?” Ah, claro. Ganaste. Ya me curé.
El invierno era lo peor.
“Tienes algo ahí.” Era piel. Mi piel. Deshaciéndose, y entre más me la lamía o la tocaba, peor se ponía.
“Nunca voy a ser bonita,” me repetía una y otra vez. Tenía diez años, y claramente no me parecía a las mujeres hermosas de las portadas. Yo era un monstruo—a quien le señalaban en la calle, le hacían caras en clase, incluso en su propia casa.
Aun así, intenté tener una infancia feliz. Hacía mi mejor esfuerzo por ser amable, hacer reír a los demás, sacar buenas calificaciones. Pero eso nunca me salvó de las miradas ni de los comentarios sobre mis brotes y lo mal que se veían.
Con el tiempo, encontré consuelo en amistades que no le daban importancia a mis brotes en la piel, y que los ignoraban mientras sintieran que yo estaba bien. Claro, a veces me volteaban a ver, pero yo ya estaba acostumbrada. Cuando alguien preguntaba por mis brazos o mis piernas, sonreía con cortesía y decía: “Es una condición en la piel.”
Pero explicar por qué mi piel se rompía, o por qué me quejaba cada vez que un brote se abría otra vez, se volvió agotador. Así que empecé a esconderlo—todo.
Dejé de usar blusas de tirantes, mangas cortas, shorts, faldas—cualquier cosa que mostrara mi piel. Me escondía en sudaderas y leggings, incluso con cuarenta grados de calor.
Me negué a mostrarle al mundo mis heridas.
No iba a dejar que me vieran sangrar.
No iba a permitir que me miraran así nunca más.
La cacería
Cuando cumplí 14, me pasó algo que me marcó para siempre. Una humillación pública, podrías llamarla. Una cacería de brujas—pero yo era la bruja.
El bullying en la escuela había llegado a otro nivel: ya no eran solo mis compañeros. Era un maestro, la directora… y mis compañeros. Todos contra mí, una niña de 14 años. Sí, leíste bien: un maestro y la directora—no solo adolescentes crueles, sino adultos de verdad.
Las cosas escalaron rápido, pero no entraré en todos los detalles porque no es lo más importante. Lo que importa es que estábamos en clase de matemáticas, revisando una tarea que el maestro nos había dejado a los cinco alumnas del grupo. Mientras leíamos el ejercicio, entraron la directora y el “supuesto maestro” (ni siquiera era maestro, solo el hijo de la directora), exigiendo información sobre mi mamá.
Para ese entonces, mi mamá también estaba luchando con una enfermedad autoinmune y, como era profesora en la misma escuela, había faltado algunas clases. La directora—quién sabe por qué—empezó a regañarme por las ausencias de mi mamá. Mientras hablaba, yo no me moví ni tantito. Tenía cara de póker, completamente inmóvil.
(Esos comportamientos erráticos ya eran medio comunes, así que, tristemente, ya me había acostumbrado.)
Pero luego empezó a dirigirse a mí de forma directa—atacando mi actitud, diciendo que yo era insolente por defenderme… o por no defenderme. Por lo que fuera que se le ocurriera. Esto pasó hace once años, así que mi memoria ya no es tan clara con los detalles.
Pero mientras seguía hablando, recordé que mi papá me había dicho que tenía derecho a defenderme y contestar si era necesario.
Y en cuanto lo hice, la directora fue directo a lo más doloroso: mi inseguridad más profunda. Aquello sobre lo que no tenía ningún control—mi piel.
“Es asqueroso que te dejes ver así. Esas cosas en tus brazos son por tu culpa. Es asqueroso.”
Ahí fue cuando me rompí—unas cuantas lágrimas se me escaparon. Tenía catorce años, ¡catorce! Escuchar eso de una mujer de cincuenta o sesenta años fue insoportable.
Y lo peor es que nunca he podido olvidar esas palabras horribles.
Después de eso, mis compañeras sintieron que tenían permiso libre para burlarse de mi piel una y otra vez, recordándome todos los días lo anormal que era.
Desde entonces, crecer se sintió como una tortura. Dormir era difícil, rascarme insoportable, el sol era mi enemigo, y sudar debajo de mis sudaderas solo empeoraba mi piel. Básicamente, estaba en dolor constante.
Salvación
Un día, mi abuelito le dijo a mi mamá que me llevara a un lugar súper raro y perdido en medio de la nada, en un municipio cerca de Monterrey. Dijo que tal vez ahí podrían ayudarme—solo vendían remedios naturales, y a él le habían ayudado con una enfermedad de la piel que tuvo en su momento.
Mi mamá me llevó, y recuerdo otra vez ponerme la sudadera con un calor de 45 grados, y entrar a regañadientes a esa tienda. Yo estaba peleando con ella para que no me llevara—ya estaba tan cansada de todos esos doctores que creían que podían arreglarme.
“No hay cura, mamá. Estoy condenada,” le dije, pero ella solo se rió y me arrastró adentro.
Salió el “doctor,” y mi mamá le explicó mi situación con la piel.
“Muéstrale,” dijo, y yo subí la manga de la sudadera para mostrar la piel roja e inflamada con la que había vivido toda mi vida. El doctor asintió sin dudar.
“Está muy mal, pero tenemos algo que podría ayudarla,” dijo. Me pidió que me pusiera un poco de crema en la piel y durmiera con ella toda la noche. Si funcionaba, podríamos volver por un frasco más grande. Si no… bueno, estaría condenada otra vez.
Acepté a regañadientes, ya preparándome para otra estafa.
Salimos y seguimos las instrucciones. Era pleno verano en Monterrey, y el calor era insoportable, lo que siempre empeoraba mi piel por el sol y el sudor.
Esa noche, fue la primera vez que dormí bien.
Sin despertarme para rascarme, sin hermanos dándome palmadas en las manos para que parara.
Nada. Pura calma.
Cuando desperté y miré mi brazo, las lágrimas se me salieron de inmediato.
Mi piel se veía normal. Absolutamente normal. Sin inflamación. Nada. Solo piel suave y tranquila.
“¿Qué chin...?” Corrí con mi mamá llorando, y luego se lo mostré a mis hermanos.
Fue un milagro.
Me salvé.
Por primera vez, sentí que podía existir en mi propio cuerpo sin sentir vergüenza.
Golpe de realidad
La verdad es que, cuando vives con una enfermedad crónica por tanto tiempo y de repente encuentras algo que parece una cura, como que se te olvida que sigue ahí. Se te olvida cómo era tener que explicarte, verte al espejo y no reconocer a la persona frente a ti.
Lamentablemente, eso fue lo que me pasó.
Mi golpe de realidad llegó hace unos años, cuando me fui de intercambio. Me llevé mi “cura mágica”, pero se me acabó. Sentí que había perdido el elíxir que necesitaba para mantenerme “bonita” y joven, en vez de convertirme, poco a poco, en el monstruo que seguía siendo por dentro.
La magia de mi Cenicienta se estaba agotando.
Pero como era joven e ingenua, pensé que ya me había curado, que llevaba años sin brotes porque estaba sana. Creí que no necesitaba nada más. No pude estar más equivocada.
Estaba en Noruega con mi hermana y mi cuñado, y cuando te digo que sentí un dolor insoportable por días, créeme que ni siquiera eso le hace justicia. La piel del cuello se me caía a pedazos, las manos se me abrían y sangraban, las piernas estaban fatal, y hasta las zonas íntimas sangraban y soltaban escamas como caspa constantemente. Las sábanas estaban llenas de piel muerta y sangre.
Me daba pena mirar a mi hermana cuando lavaba mis almohadas y las sábanas.
De pronto, tenía siete años otra vez—una niña enferma, solo buscando alivio y ayuda. Mi piel estaba gritando todo lo que no había podido decir durante años. Pero no había escuchado, y ahora me gritaba desde mi adultez joven.
Volví a ser una carga.
Volví a ser un monstruo.
Me sentía loca, enojada conmigo misma por haber sido tan estúpida y pensar que ya estaba curada. Me rehusaba a salir de casa, o si salía, evitaba a la gente y sus miradas. Noruega es un país hermoso en verano, pero no pude disfrutarlo como quería.
Me daba vergüenza caminar por las calles o sonreírle a los chicos que me gustaban, porque sabía lo que veían—un monstruo. Sabía que apartaban la mirada para no quedarse viendo mi piel. Lloré sola muchas veces, viendo la piel de otras personas, preguntándome por qué yo no era normal.
¿Por qué estaba condenada a arder así, a sentir un dolor tan insoportable en una vida tan hermosa?
Mujeres bellísimas caminaban en bikini, con la piel brillante, y me maldecía por siquiera pensar que era su culpa ser tan bonitas y no sufrir como yo. No era culpa de nadie—solo esta maldita anormalidad en mi ADN.
Esta maldición que cargo.
Un día, mi cuñado y yo hicimos pizzas juntos. Sabía que quería preguntarme sobre el tema, pero era demasiado educado para mencionarlo de golpe. Al final, lo hizo.
“¿Cómo te sientes?”
Quería desaparecer, pero claro que no dije eso.
“Creo que estoy un poco mejor,” le dije, forzando una sonrisa, fingiendo que mi piel no estaba ardiendo. Los días anteriores habían sido horribles. Mi hermana se había vuelto loca comprando cremas calmantes y cambiando todo por jabones y shampoos neutros. Nada funcionaba. Seguía empeorando, y entre más empeoraba, más me negaba a salir de casa.
Necesitaba mi elíxir.
Lo necesitaba antes de aventarme por la ventana.
Los pensamientos aterradores
Uno de mis sueños más grandes siempre ha sido vivir fuera de México. He pasado temporadas en Inglaterra, Alemania, República Checa y Noruega. Viajar está en mi ADN—sé que mi lugar no está aquí.
Pero mi piel cuenta otra historia.
Ahora que estoy buscando opciones para irme del país, empiezan a aparecer los pensamientos aterradores: ¿Qué tan mal se va a poner mi piel sin mi elíxir secreto? ¿Qué tan mal se va a poner todo si no tengo acceso a él? ¿Qué tan fea me voy a ver si me voy? ¿Cuántos pensamientos así me va a tomar quedarme?
Mi piel no me va a detener. Lo sé.
Esta condición es algo que he batallado en silencio toda mi vida—ni mis mejores amigos saben qué tan mal estoy en realidad, o siquiera que la tengo. El elíxir secreto ha hecho tan bien su trabajo que lo ha escondido todo. Pero ahí empiezan las dudas: ¿La gente se quedará conmigo o solo me va a mirar? ¿Ignorarán el dolor insoportable que cargo o lo comentarán a mis espaldas?
Supongo que pronto lo sabré.
Esta enfermedad tiene una forma muy cruel de jugar con tu cabeza. Te dice que nunca vas a ser amada del todo—hasta que alguien te vea como me vieron ese verano en Noruega. O hasta que presencien cómo mi piel sangra en silencio.
¿Me van a pedir que deje de rascarme? ¿Harán algo para intentar calmarme?
¿Qué dirá mi futuro esposo cuando le pida que me unte cantidades ridículas de crema por todo el cuerpo o si no, me lo voy a rascar hasta hacerme pedazos? ¿Me abrazará en la madrugada para evitar que me lastime, como lo hacía mi familia? ¿O pensará que todo esto es culpa mía, como lo dijo aquella directora?
No puedo evitar llorar con todas estas preguntas, porque las únicas personas que me han visto en mi peor momento son mi familia. Ellos me vieron cuando ni siquiera podía moverme del dolor que mi piel me provocaba. Mi hermana compró mil cremas para intentar aliviarme. Mis papás me llevaron con dermatólogos y compraron tratamientos carísimos que no podían pagar. Mi hermano me abrazaba las manos en la noche para evitar que me rascara y amaneciera con más dolor.
Tengo miedo, porque ahora estoy sola, y cuando me rasco en la oficina o en reuniones, la gente vuelve a mirar.
“¿Tienes alergia o algo?”, me preguntó alguien el otro día, señalando mi mano roja de tanto rascarme.
Después de años escondiéndolo, de repente tuve que volver a explicarlo. El golpe de realidad me cayó fuerte—en plena adultez.
Tengo miedo de lo que me pueda pasar si dejo atrás mi elíxir secreto, porque no sé si voy a sobrevivir sin él. He tratado de explicar esta condición a las personas que amo, pero sus respuestas me asustan—tal vez no lo entiendan, igual que no lo entendieron mis compañeros del kínder.
Y la verdad, yo tampoco lo entiendo.
Nunca he entendido por qué me tocó vivir con esto. Y aún no lo entiendo.
El tiempo se agota, y sé que pronto sonará la campana que me va a recordar que la piel lisa y bonita que llevo es solo una ilusión.
Consuelo
Pero hay algo que últimamente me ha dado un poco de esperanza. Hace poco encontré comunidades alrededor del mundo—activistas, personas que luchan todos los días con esta condición que afecta aproximadamente al 2.6% de la población mundial.
Ver gente en TikTok o Reddit compartiendo sus historias—el dolor insoportable, las miradas, la depresión profunda que esta enfermedad arrastra—me ha ayudado a encontrar algo de consuelo. Sigo teniendo miedo, sí, pero sobre todo porque mi carrera gira en torno a la estética y la belleza. Y sé que si mi piel vuelve a verse como antes, será como intentar trabajar en una pintura renacentista mientras peleas contra un monstruo. Puro caos.
Sin embargo, hoy puedo decir que soy una sobreviviente de la dermatitis atópica.
O mejor dicho: soy una paciente de dermatitis atópica.
La enfrento todos los días—y tal vez lo haré hasta el último.
Por eso quiero hablar de esto. Porque durante años, mientras esta enfermedad me consumía desde adentro, nadie dijo una palabra. Nadie me dijo que había otras personas como yo—rascándose la vida, escondiéndose bajo sudaderas y mangas largas, intentando volverse invisibles para no tener que explicarse.
Pero ahora sé que no estoy sola. Somos millones, sobreviviendo en cuerpos que nos traicionan. Y por primera vez en muchos años, encontré consuelo al saber que no soy una anomalía maldita.
Soy parte de una comunidad. Una comunidad global.
Y ahora entiendo que tal vez nunca debí intentar dejar atrás a esa niña de 7 años que escondía los brazos, o a la de 14 que aguantó comentarios crueles, miradas incómodas, y que lloraba sola por las noches. Tal vez no eran débiles. Tal vez solo estaban haciendo lo mejor que podían con lo poco que tenían.
Tal vez estaban construyendo el camino para la mujer que escribe esto hoy.
Esta es mi historia. Y ojalá que la gente que me rodea se quede mientras vuelvo a pelear esta batalla.
Porque voy a luchar. Y voy a seguir hablando de esto—para que la próxima niña o niño que mire su piel y se sienta un monstruo sepa que no está solo.
Que no está rota.
Que no es feo.
Que está sobreviviendo. Igual que yo.
Así que sí… tal vez sí hay un apocalipsis del que logro salir viva.